domingo, 12 de enero de 2025

La reversión

La victoria de Trump es una vuelta al estado original de las sociedades centralizadas y jerárquicas, como la nuestra. Ese es el problema.




Íbamos a peor lentamente. Ahora vamos a peor rápidamente. La democracia, la rendición de cuentas, los derechos humanos y la justicia social retrocedían mientras el dinero invadía nuestra política. Sobre todo, nuestros sistemas de soporte vital (la atmósfera terrestre, los océanos, los ecosistemas, el hielo y la nieve) han sido golpeados reiteradamente independientemente de quién gobernaba. Donald Trump podría asestar los golpes definitivos, pero él no es el causante de un sistema económico que destruye el medio ambiente. Es su representación.
 
Durante el Gobierno de Joe Biden, EE.UU. no cumplió sus propios objetivos climáticos y dichos objetivos fueron insuficientes para cumplir con el objetivo global de limitar el calentamiento a 1,5º C por encima de los niveles preindustriales. Dicho objetivo podría, a su vez, no ser lo suficientemente eficaz como para evitar el umbral de no retorno de los elementos del sistema climático de la Tierra. Ya con un 1,3º C de elevación térmica observamos lo que parece un “flickering” climático: las perturbaciones cada vez más salvajes que tienden a preceder el colapso de un sistema complejo.
 
Trump ha prometido hacerle la guerra al planeta Tierra, incumpliendo los compromisos climáticos de EE.UU. y volviendo a retirar las restricciones a la extracción y quema de combustibles fósiles. Si sigue la agenda del Proyecto 2025, abandonará la Conveción Marco de las Naciones Unidas sobre el clima, haciendo que su ataque sobre el sistema climático de la Tierra sea más difícil de evitar.
 
Su base de votantes evangélica, deseosa de avanzar en el apocalipsis bíblico, lo adorará por ello. La mayoría, sencillamente niega el cambio climático. Otros consideran que eventos como las inundaciones y los incendios no son advertencias sino alegres presagios del fin del mundo: una gran limpieza en la que los justos serán ensalzados para sentarse a la derecha de Dios y sus enemigos arderán en la hoguera. Lo que veremos bajo un nuevo mandato de Trump será una evidente vinculación de los intereses de las empresas de combustibles fósiles con un electorado que apunta al Armagedón (y con la esperanza de recibir la ayuda de Benjamín Netanyahu).
 
Pero no lo olvidemos: el mayor problema al que la humanidad jamás se haya enfrentado apenas se ha mencionado en esta campaña electoral. Si Trump lo mencionó, fue para denunciar el cambio climático como “una de las mayores estafas de todos los tiempos”, mientras Kamala Harris apenas se pronunció en torno a este asunto. Quizás esto no sea una sorpresa, ya que ambos candidatos tenían una gran dependencia de la financiación por parte de los multimillonarios. El capital siempre es hostil a las restricciones y una política medioambiental eficaz habría supuesto la mayor de las restricciones.
 
En casi todos los frentes, la honestidad y la humanidad han estado retrocediendo durante muchos años. El genocidio, la conquista colonial, el apropiamiento de recursos de los pobres: todos han reaparecido incluso antes de que Trump vuelva a la Casa Blanca. Los ricos han aprendido cómo jugar con nuestros sistemas políticos. El capital ha encontrado los medios para resolver su antiguo problema: la democracia.
 
La conquista de EE.UU. por parte de Trump se ve como algo nuevo. Sin embargo, a mí me parece una vuelta al estado original de las sociedades centralizadas y jerárquicas. Durante muchos siglos, estas sociedades se caracterizaron por un poder extremo otorgado a un líder. Este poder se ejercía por una casta de privilegiados que se aprovechaba de una creencia basada en la inherente superioridad de unos grupos sobre otros. Esta casta estaba facultada para tratar las vidas de los demás como desechables, para criminalizar el disenso e infligir una violencia y crueldad extremas sobre aquellos que desafiaran al líder o su ideología. En lugar de argumentos racionales, utilizaba símbolos, eslóganes, ceremonias y desfiles para reforzar su poder y crear consenso social.
 
Un sistema democrático centralizado siempre fue una contradicción. Sin embargo, por muy ilustrados que parecieran los padres fundadores de EE.UU. (o los reformadores liberales de Reino Unido), crearon sistemas en los que el poder de las élites nunca renunciaría al control. Estos sistemas fueron muy vulnerables a raptos y reversiones. Solamente una democracia mucho más descentralizada y participativa podría oponerse a la vuelta a un gobierno autocrático.
 
Hemos trabajado durante años por una teoría popular de la democracia: para ganar poder debes argumentar en favor de la política que quieres ver, utilizando argumentos razonados. Los votantes valorarán los argumentos que compiten. En base a esto, y considerando los antecedentes de los candidatos, los votantes decidirán qué facción, que opera desde un centro distante, elegirán para gobernarlos durante los próximos cuatro o cinco años. Entonces confiarán en esos representantes para que actúen en su nombre hasta las próximas elecciones, basándose en un supuesto consentimiento. Esto fue un cuento de hadas.
 
La gente busca destruir aquello de lo que se siente excluida. Las “democracias” centralizadas lo excluyen todo salvo un círculo minoritario de poder genuino. Los desempoderados no se sienten impresionados por los “argumentos racionales” de esta o aquella facción: tienen un deseo completamente razonable (por muy irracional que su expresión resulte ser) de dar una patada al sistema. Hay formas constructivas y también destructivas de hacerlo. La mayoría de los votantes de EE.UU. han escogido ahora la vía destructiva. El mensaje de la victoria de Trump parece claro: al infierno con tus argumentos racionales. Danos homilías reconfortantes y sacrificios de sangre.
 
Trump pudo ser frenado con las elecciones a mitad de mandato, pero sus designaciones de magistrados para el Tribunal Supremo y la ayuda recibida de inmunidad casi de amplio-espectro le permitirán gobernar en ciertos aspectos sin restricciones. De alguna manera, puede ejercer un poder mayor del que los reyes medievales podrían haber soñado, ya que la desigualdad de armas entre el estado y los ciudadanos ha crecido de forma masiva en la era “democrática”.
 
Una propaganda sofisticada en nuevos canales de medios de comunicación, tecnologías de vigilancia, nuevos medios de control de masas, asesinatos selectivos: como hemos visto en otros países, estos métodos pueden utilizarse para eliminar la disidencia con una eficacia horrorosa. Cuando vi los mini drones que utiliza el Gobierno ruso para lanzar granadas sobre civiles en la ciudad ucraniana de Jersón, pensé: “un día eso podría ocurrirnos a cualquiera de nosotros”.
 
Por monstruoso que pueda parecer, Trump no es una excepción. Es la síntesis de la pseudodemocracia capitalista. Sus valores, completamente extrínsecos (basados en el prestigio, estatus, imagen, fama, poder y dinero) son los valores dominantes proyectados durante años sobre cada pantalla y en cada mente. Su criminalidad es la criminalidad del sistema. Su abuso de las mujeres, de los trabajadores, de los clientes, de los musulmanes, de los inmigrantes, de las personas discapacitadas y del medio ambiente es el abuso que la mayoría de la población mundial ha sufrido durante siglos.
 
¿Qué hacemos? Evitar que suceda en nuestros países. Esto, creo, requiere una descentralización masiva, la transferencia de la política a los ciudadanos, la creación de una democracia genuina que no pueda ser capturada tan fácilmente, la construcción de una civilización medioambiental que subordine la economía al sistema climático de la Tierra y no al revés. Nadie diría que esto fuera fácil. Pero ahora mismo estamos perfectamente entregando nuestras vidas a los Donald Trump que acechan en cada país.

Traducción del artículo de opinión publicado el 8 de noviembre de 2024 en el blog de George Monbiot.

miércoles, 1 de enero de 2025

Europa debe invertir: Draghi lleva razón

Afrontémoslo: el informe sobre la competitividad y el futuro de Europa enviado por Mario Draghi a la Comisión Europea avanza en la dirección correcta. Para el expresidente del Banco Central Europeo, Europa necesita realizar en el futuro inversiones adicionales por valor de 800.000 millones de euros cada año, o alrededor de tres veces el Plan Marshall (entre el 1% y el 2% del PIB en inversiones anuales del período posterior a la Segunda Guerra Mundial). Esto permitiría al continente volver a los niveles de inversión de las décadas de 1960 y 1970. Para conseguirlo, el informe propone recurrir a deuda conjunta emitida por la Unión Europea, como se hizo con los 750.000 millones de euros del plan de recuperación adoptado en 2020 para afrontar el Covid-19. Con la diferencia de que ahora el objetivo es reunir tal cantidad de dinero anualmente para dedicarla a inversiones sostenidas en el futuro (particularmente en investigación y nuevas tecnologías), y no para financiar una respuesta excepcional a una pandemia. Si Europa se mostrase incapaz de realizar estas inversiones, el continente entraría en una “lenta agonía” ante EE.UU. y China, advierte el informe.

Uno puede estar en desacuerdo con Draghi en varios aspectos clave, sobre todo en la composición precisa de la citada inversión. Sin embargo, este informe tiene el gran mérito de desafiar el dogma de la austeridad fiscal.

 

Según algunos, tanto en Alemania como en Francia, los países europeos deberían arrepentirse de sus déficits anteriores y entrar en una fase de superávits primarios en sus cuentas públicas, en otras palabras, entrar en una fase en la cual los contribuyentes deberían pagar mucho más en impuestos de lo que reciben en forma de gasto, con el objetivo urgente de devolver el interés de la deuda y el principal.

 

En realidad, este dogma de la austeridad está basado en un sinsentido económico. Primero, porque los tipos de interés reales (sin incluir la inflación) han caído en los últimos 20 años a niveles históricamente bajos en Europa y EE.UU.: menos del 1% o 2%, y en ocasiones incluso niveles negativos. Esto refleja una situación en la que hay unas enormes ganancias imprevistas de ahorros poco o mal empleados en Europa y el mundo, listos para ser invertidos en los sistemas financieros occidentales con prácticamente ningún rédito. Ante tal situación, las autoridades públicas tienen la obligación de movilizar tales cantidades e invertirlas en formación, sanidad, investigación y nuevas tecnologías, infraestructuras energéticas y de transporte, rehabilitación térmica de edificios, etc.

 

En cuanto a los niveles de deuda pública, son sin lugar a dudas muy altos, pero no es la primera vez que esto ocurre. Son cifras similares a las observadas en Francia en 1789 (aproximadamente la renta nacional anual), y significativamente inferiores a las vistas en Reino Unido tras las guerras napoleónicas del siglo XIX (la renta nacional de dos años) y en todos los países occidentales tras las dos guerras mundiales (renta nacional de dos-tres años).

 

Sin embargo, la historia demuestra que tales niveles de deuda no se pueden afrontar utilizando métodos normales. Se necesitan medidas excepcionales, tales como gravámenes sobre los activos privados más altos, como los que se aplicaron con éxito en el periodo de posguerra en Alemania y Japón. Cuando los tipos de interés reales crezcan de nuevo, habrá que hacer lo mismo, aplicando impuestos a los multimillonarios. Algunos esgrimirán que esto es imposible, pero en realidad es una sencilla transferencia contable. Lo mismo no se puede decir sobre los desafíos que plantean el calentamiento global, la sanidad pública o la formación, que no pueden resolverse de un plumazo.

 

Si examinamos ahora los detalles de las propuestas del informe Draghi, existe obviamente mucho que criticar, y eso es bueno. Una vez que se acepte el principio de que hace falta inversión masiva en Europa, es saludable que se expresen diferentes opiniones acerca del tipo de modelo de desarrollo y de los indicadores de bienestar que queremos promover. En este caso, el enfoque de Draghi es tecnófilo, mercantil y consumista. Hace hincapié en subvenciones públicas a gran escala para la inversión privada en tecnología digital, inteligencia artificial y medioambiente. Sin embargo, existen razones para creer que Europa debería aprovechar la oportunidad para desarrollar otros modos de gobierno y evitar, una vez más, dar todo el poder a enormes grupos de capital privado para gestionar nuestros datos, nuestras fuentes de energía o nuestras redes de transporte.

 

Draghi también considera la inversión pública, por ejemplo en investigación y enseñanza superior, pero de una forma excesivamente elitista y restrictiva. Propone que el Consejo Europeo de Investigación debería financiar a las universidades directamente (y no sólo a proyectos de investigación individuales), lo que sería muy positivo. Desafortunadamente, el informe propone centrarse únicamente en unos pocos polos de excelencia en las principales urbes, lo que sería económicamente peligroso y políticamente inaceptable. La sanidad pública y los hospitales ni se mencionan en el informe.

 

En términos generales, para adoptar tal plan de inversión, es fundamental que los territorios en desventaja y las regiones más perjudicadas (incluso, por ejemplo, en Alemania) se beneficien de recursos masivos y visibles. Si Francia, Alemania, Italia y España, que conjuntamente reúnen tres cuartos de la población de la Eurozona y de su PIB, pudieran ponerse de acuerdo de forma equilibrada en términos sociales y territoriales, sería posible avanzar sin esperar que hubiera unanimidad, confiando en un grupo principal de países (como vislumbra el informe Draghi). Este es el debate en el que ahora debe participar Europa.


Traducción del artículo de opinión publicado el 17 de septiembre de 2024 por Thomas Piketty en Le Monde.