Afrontémoslo: el informe sobre la competitividad y el futuro de Europa enviado por Mario Draghi a la Comisión Europea avanza en la dirección correcta. Para el expresidente del Banco Central Europeo, Europa necesita realizar en el futuro inversiones adicionales por valor de 800.000 millones de euros cada año, o alrededor de tres veces el Plan Marshall (entre el 1% y el 2% del PIB en inversiones anuales del período posterior a la Segunda Guerra Mundial). Esto permitiría al continente volver a los niveles de inversión de las décadas de 1960 y 1970. Para conseguirlo, el informe propone recurrir a deuda conjunta emitida por la Unión Europea, como se hizo con los 750.000 millones de euros del plan de recuperación adoptado en 2020 para afrontar el Covid-19. Con la diferencia de que ahora el objetivo es reunir tal cantidad de dinero anualmente para dedicarla a inversiones sostenidas en el futuro (particularmente en investigación y nuevas tecnologías), y no para financiar una respuesta excepcional a una pandemia. Si Europa se mostrase incapaz de realizar estas inversiones, el continente entraría en una “lenta agonía” ante EE.UU. y China, advierte el informe.
Uno puede estar en desacuerdo con Draghi en varios aspectos clave, sobre todo en la composición precisa de la citada inversión. Sin embargo, este informe tiene el gran mérito de desafiar el dogma de la austeridad fiscal.
Según algunos, tanto en Alemania como en Francia, los países europeos deberían arrepentirse de sus déficits anteriores y entrar en una fase de superávits primarios en sus cuentas públicas, en otras palabras, entrar en una fase en la cual los contribuyentes deberían pagar mucho más en impuestos de lo que reciben en forma de gasto, con el objetivo urgente de devolver el interés de la deuda y el principal.
En realidad, este dogma de la austeridad está basado en un sinsentido económico. Primero, porque los tipos de interés reales (sin incluir la inflación) han caído en los últimos 20 años a niveles históricamente bajos en Europa y EE.UU.: menos del 1% o 2%, y en ocasiones incluso niveles negativos. Esto refleja una situación en la que hay unas enormes ganancias imprevistas de ahorros poco o mal empleados en Europa y el mundo, listos para ser invertidos en los sistemas financieros occidentales con prácticamente ningún rédito. Ante tal situación, las autoridades públicas tienen la obligación de movilizar tales cantidades e invertirlas en formación, sanidad, investigación y nuevas tecnologías, infraestructuras energéticas y de transporte, rehabilitación térmica de edificios, etc.
En cuanto a los niveles de deuda pública, son sin lugar a dudas muy altos, pero no es la primera vez que esto ocurre. Son cifras similares a las observadas en Francia en 1789 (aproximadamente la renta nacional anual), y significativamente inferiores a las vistas en Reino Unido tras las guerras napoleónicas del siglo XIX (la renta nacional de dos años) y en todos los países occidentales tras las dos guerras mundiales (renta nacional de dos-tres años).
Sin embargo, la historia demuestra que tales niveles de deuda no se pueden afrontar utilizando métodos normales. Se necesitan medidas excepcionales, tales como gravámenes sobre los activos privados más altos, como los que se aplicaron con éxito en el periodo de posguerra en Alemania y Japón. Cuando los tipos de interés reales crezcan de nuevo, habrá que hacer lo mismo, aplicando impuestos a los multimillonarios. Algunos esgrimirán que esto es imposible, pero en realidad es una sencilla transferencia contable. Lo mismo no se puede decir sobre los desafíos que plantean el calentamiento global, la sanidad pública o la formación, que no pueden resolverse de un plumazo.
Si examinamos ahora los detalles de las propuestas del informe Draghi, existe obviamente mucho que criticar, y eso es bueno. Una vez que se acepte el principio de que hace falta inversión masiva en Europa, es saludable que se expresen diferentes opiniones acerca del tipo de modelo de desarrollo y de los indicadores de bienestar que queremos promover. En este caso, el enfoque de Draghi es tecnófilo, mercantil y consumista. Hace hincapié en subvenciones públicas a gran escala para la inversión privada en tecnología digital, inteligencia artificial y medioambiente. Sin embargo, existen razones para creer que Europa debería aprovechar la oportunidad para desarrollar otros modos de gobierno y evitar, una vez más, dar todo el poder a enormes grupos de capital privado para gestionar nuestros datos, nuestras fuentes de energía o nuestras redes de transporte.
Draghi también considera la inversión pública, por ejemplo en investigación y enseñanza superior, pero de una forma excesivamente elitista y restrictiva. Propone que el Consejo Europeo de Investigación debería financiar a las universidades directamente (y no sólo a proyectos de investigación individuales), lo que sería muy positivo. Desafortunadamente, el informe propone centrarse únicamente en unos pocos polos de excelencia en las principales urbes, lo que sería económicamente peligroso y políticamente inaceptable. La sanidad pública y los hospitales ni se mencionan en el informe.
En términos generales, para adoptar tal plan de inversión, es fundamental que los territorios en desventaja y las regiones más perjudicadas (incluso, por ejemplo, en Alemania) se beneficien de recursos masivos y visibles. Si Francia, Alemania, Italia y España, que conjuntamente reúnen tres cuartos de la población de la Eurozona y de su PIB, pudieran ponerse de acuerdo de forma equilibrada en términos sociales y territoriales, sería posible avanzar sin esperar que hubiera unanimidad, confiando en un grupo principal de países (como vislumbra el informe Draghi). Este es el debate en el que ahora debe participar Europa.
Traducción del artículo de opinión publicado el 17 de septiembre de 2024 por Thomas Piketty en Le Monde.
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